El fin de un camino para China
1 de febrero de 2016
Por admin

Quienes defendemos el libre comercio como el mejor camino para el desarrollo económico nos topamos con los casos de los tigres asiáticos, países del Lejano Oriente que han salido de la pobreza gracias a un política de fomento de las exportaciones. Durante el siglo XX, Japón primero, luego Taiwán, Corea del Sur, la República Popular de China, Vietnam han seguido una política de export-led growth, de crecimiento basado en las exportaciones, un camino de crecimiento que parece estar agotándose. Fundamentalmente diferente es la política económica aplicada por Hong Kong y Singapur, que han salido de su situación de meros entrepôts de tráfico marítimo abriéndose directamente a la libertad comercial y sobre todo financiera, sin ceder a la tentación del fomento artificial de la exportación. Digo que los defensores de un libre comercio pleno nos topamos con los posibles contra-ejemplos de los Tigres, porque el camino que han seguido no es el de la total libertad económica desde el inicio, sino el de intervenciones de financiación pública y devaluación de la moneda, para forzar las exportaciones.

¿Hemos de corregir nuestra concepción del crecimiento por el comercio a la vista de estas experiencias? El caso que más llama la atención es el de China: grandes movimientos de población de la agricultura de subsistencia hacia empleos productivos en el campo y la ciudad; acumulación de poderío financiero, cuantiosas inversiones en el exterior –todo esto basado en la idea de crecer dando alcance (follow up growth, como se llama en inglés) imitando los procedimientos e ideas de los países más adelantados–. Este tipo de imitación para exportar es sin duda más efectiva que el de la sustitución de importaciones seguida en América Latina en los años bajo inspiración de Raúl Prebisch y la CEPAL en la década de 1960. El mero hecho de tener que vender en el extranjero da lugar a un impulso competitivo que mejora la productividad nacional; pero tiene un límite, que es el que reflejan las dificultades con las que en la actualidad se enfrenta la economía china para cambiar de camino.

Para forzar la exportación, China ha manipulado el sistema cambiario y financiero. Durante años, los gobernantes mantuvieron subvaluado el renminbí para fomentar la exportaciónde bienes industriales; y enfocaron la importación y sus inversiones extranjeras hacia los recursos naturales demandados por su industria. Es preocupante la proporción del PIB dedicada a la inversión –por encima del 45%– con un ahorro nacional de más del 30% del PIB, también muy alto pero inferior a la inversión total: eso significa que la inversión se ha financiado en gran parte con deuda. El Gobierno chino combatió la crisis de 2008 haciendo que las grandes e ineficientes empresas públicas recibieran fondos prestados de una banca mal arreglada. Con ello, se ha omitido la necesaria reestructuración de empresas y bancos zombis. Esas intervenciones públicas y la forzada cuantía de la inversión indican un notable despilfarro y un crecimiento insostenible de la deuda.

El crecimiento por imitación y la exportación a cualquier precio tienen un límite. Llega un punto en que los recursos reales empiezan a agotarse: el aumento del crédito y la subvaluación de la moneda amenazan con derivar en inflación; la mano de obra se encarece, respondiendo al aumento de su productividad; el aire y el agua parecen inagotables hasta que la contaminación hace ver el error de no contar con su sobrevenida escasez.

Coste de oportunidad

Es un error guiar la política de crecimiento de un país atendiendo sólo a las grandes partidas de la contabilidad nacional. Llega un punto en el proceso de crecimiento económico en que ya no cabe aplazar la consideración de los costes de oportunidad. Es éste un concepto que no suele aparecer en los cálculos de los políticos. El coste de oportunidad de una inversión o un gasto, y de un impuesto o crédito para financiarlos, es lo que podría hacerse con esos recursos en un uso alternativo. El coste de una nuevo servicio de AVE a Lisboa, pongamos, o a Almería no es el trabajo, esfuerzo, financiación que en su construcción y explotación se invierten, sino lo que podría hacerse con esos recursos en otra actividad o línea de producción marginalmente menos atractiva en principio. Esta verdadera noción de coste, definida por el Premio Nobel Buchanan, escapa a las mentalidades políticas, acostumbradas a razonar en términos de agregados: demanda agregada, oferta agregada, inversión total, consumo público y privado, como si esos grandes sumandos fueran instrumentos unívocos, utilizables para gobernar la economía en su conjunto.

La decisión del Gobierno chino de primar el consumo interior indica que sus responsables al menos han comprendido que hay que poner límite al despilfarro de un sistema de crecimiento por la exportación. No basta con eso, sin embargo. Deberían ir mucho más lejos y permitir que empresas y familias calculasen sus propios costes de oportunidad. El tomarlos en cuenta es algo instintivo en el sector privado. Por ello y como bien ha notado el economista del Cato Institute Razeeen Sally, una vez agotado el camino del crecimiento por la exportación, debería confiar la marcha de las economías en desarrollo a las decisiones de individuos, familias y empresas, en un ambiente de libre competencia.

Son ellos quienes han sacado tantos millones de chinos de la pobreza. Es sabido que el milagro chino nació con la revolución agrícola realizada por los campesinos que consiguieron privatizarse “a pesar del gobierno”, como dice Carlos Rodríguez Braun. Los grandes millonarios chinos se han enriquecido por servir la demanda de consumo a espaldas de las autoridades. Es urgente que sean los individuos quienes decidan cuántos hijos tener y si gastar los dineros en su habitación, su educación o su pensión. Las empresas privadas calcularían por el criterio del beneficio si quieren invertir en el Hinterland de ese inmenso país, exportar a Japón o importar de Argentina. No es el momento de entrar en detalles. Sólo diré que el “cambio de modelo económico” en China debería encomendarse a las decisiones de individuos y empresas. Es comprensible, pues, que al resto del mundo no nos llegue la camisa al cuerpo al ver que el futuro de esa gran economía depende de los comisarios del PC, que siempre calculan mal el coste de oportunidad de sus decisiones –o al menos no pagan los platos rotos.

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