La desigualdad que hace sufrir a más gente no es el que unos tengan mucho dinero y otros poco, sino que unos tengan trabajo y otros carezcan del mismo. Aunque es cierto que hay algunos desaprensivos que se han acomodado a vivir de la prestación al desempleo o de una pensión no contributiva, la inmensa mayoría lucha por labrarse oportunidades. No sólo es cuestión de supervivencia, sino también la satisfacción de vivir del propio esfuerzo y de saberse solidario con el conjunto de la sociedad.

No voy a entrar en el estéril debate de atribuir la responsabilidad de esta lacra social a los particulares o a las políticas públicas populistas e ineficientes. Lo importante es determinar con precisión lo que pueden hacer ciudadanos y gobernantes para reducir drásticamente el desempleo, algo que ayer concretó

Daniel Lacalle en la presentación de su libro «Acabemos con el paro». Como conocía el texto con anterioridad, salí de la exposición con la convicción clara de que la obra era una auténtica «hoja de ruta» para particulares y políticos.

Coincido con el autor en que el abuso intervencionista de rigidez en el mercado laboral es una de las causas que en el pasado ha destruido millones de puestos de trabajo. El Estado debe liberalizarlo por una razón clara: en los países donde se ha hecho, el paro ha bajado. El Reino Unido es un buen ejemplo. Es mejor un empleo temporal de calidad baja o media que no trabajar en la vida. Otras ideas que Lacalle apunta son el fomento del autoempleo, incentivar a las pymes, bajar las cuotas a los autónomos, disminuir de modo radical las trabas burocráticas, reducir el IRPF para aumentar el ahorro y el consumo y, sobre todo, cortar tanto gasto político improductivo de subvenciones y excesos de burbuja. El trabajo fijo y para toda la vida se ha acabado. Se puede crear empleo, pero hace falta que aprendamos a preferir autorrealización a seguridad. En lo mejor de nosotros mismos anida un emprendedor al que hay que despertar para que seamos más felices.