Europa, ¿éxito o fracaso?
21 de marzo de 2017
Por admin

Ciertamente la Unión Europea no está pasando por su mejor momento. Tras la crisis económica, el Brexit y una serie de problemas internos que han hecho crecer el número de críticos al proyecto, Europa se replantea su futuro. El presidente de la Comisión, Jean-Claude Juncker, ha dibujado una serie de posibles escenarios para el futuro de la UE. Desde la catástrofe que supondría su destrucción, tras una posible salida de Francia y otros países, hasta la opción de “hacer más cosas juntas”, ha presentado –“en tono melancólico”, como han subrayado algunos medios– las opciones que se presentan a nuestro continente. Sus preferencias en favor de este último escenario son claras. Que ésta sea la mejor solución para Europa es algo que, sin embargo, resulta discutible.

Que se adopte una solución u otra depende, en buena medida, de cómo valoremos lo que ha sido hasta el momento la UE. Y no parece que haya un acuerdo generalizado a este respecto. Para populistas como Le Pen, Wilders o Iglesias en nuestra propia casa, la integración europea ha supuesto un fracaso. Para otros, en cambio, se trata de una historia de éxito, por utilizar las palabras del presidente del Gobierno español en su discurso en el Congreso hace algunos días. Tenemos, afortunadamente, datos suficientes para dar una respuesta razonable a esta pregunta, más allá de opiniones particulares. Si analizamos lo que ha hecho Europa a lo largo de los últimos cincuenta años, es difícil negar que los éxitos han superado ampliamente a los fracasos. En otras palabras, no es sostenible la idea de que Europa estaría hoy mejor si hace medio siglo no se hubiera firmado el Tratado de Roma. Pero sería un error no reconocer que se han hecho también muchas cosas mal.

La integración de los mercados ha sido, sin duda, el gran éxito de la UE. Y cabe afirmar que con el Acta Única Europea culminó un proceso de integración que ha elevado de forma muy significativa la renta y el bienestar de los europeos. Más discutibles han sido, en cambio, otras políticas dirigidas no tanto a lograr la integración económica como una mayor centralización en la regulación. Por otra parte, la Unión Monetaria –hay que decirlo claramente– no ha funcionado bien y no ha resistido la crisis económica. Y, lo que es aún más grave, ha provocado reacciones nacionalistas en algunos paí- ses, que habrían sido impensables hace sólo algunos años.

Tras el Brexit, algunos políticos señalaron que, tal vez, había llegado el momento de volver a plantear la idea de avanzar hacia un estado federal europeo. Pensaban, sin duda, que, una vez que los mayores escépticos habían abandonado el barco, el resto de los europeos deberíamos “profundizar” –palabra mágica del lenguaje político– en el proceso de integración. Me temo, sin embargo, que tal cosa sería un error. Si algo nos ha enseñado el caso británico es que esto es, precisamente, lo que no hay que hacer ahora.

Subsidiariedad

Deberíamos ser conscientes de que la causa principal de la retirada de Reino Unido ha sido el rechazo, por parte de mucha gente, de esta política de “profundización” que ha llevado a las autoridades europeas a intervenir y regular mucho más de lo necesario en multitud de asuntos que afectan a la economía y la vida diaria del empresario y del hombre de la calle. La distribución de funciones entre la UE y los Estados miembros debe hacerse de acuerdo con el principio de subsidiariedad; y aquélla sólo debería intervenir cuando el ámbito europeo –y no el nacional o regional– sea el más adecuado para una determinada política o determinada reglamentación. En otras palabras, no todo lo que viene de Bruselas es bueno –o malo– per se. Es preciso analizar, caso por caso, si una política europea es la mejor solución para un problema concreto; o si éste puede ser resuelto mejor por los Estados miembros. Y lo que nos muestra la historia reciente es que la Unión ha ido, en muchos casos, más allá de lo que la eficiencia recomendaba.

Pero si tratar de avanzar hacía el federalismo sería una equivocación, romper la Unión sería un auténtico disparate, ya que tal decisión nos podría llevar a situaciones indeseables, con costes muy elevados de todo tipo. La idea que se ha apuntado recientemente de una Europa a dos velocidades puede ser una solución razonable. Pero, cuidado, ya lo era hace años; y algunos de los que hoy parecen aceptar esta propuesta la rechazaban entonces. Bueno es, en todo caso, que estén hoy de acuerdo con una estrategia que puede encajar bastante bien en un marco de países diferentes que, a menudo, tienen objetivos no plenamente coincidentes.

En este contexto, hay que señalar que, a la hora de plantearse qué hacer con Europa, se debería tener una prudencia extrema; y cobra sentido el viejo aforismo británico de wait and see,o el más contundente consejo de San Ignacio cuando escribió aquello de que “en tiempo de tribulación mejor es no hacer mudanza”.

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