La extraña muerte de los socialistas
30 de abril de 2018
Por admin

La lenta desaparición de los partidos socialistas en Europa me llena de pasmo. Por una parte, ellos han marcado la realidad política de nuestro continente de tal manera que nadie, ni en la izquierda ni en la derecha, se atreve ya a dudar de la bondad del estado de bienestar. Todo lo más, los países escandinavos han realizado importantes reformas en los sistemas públicos de enseñanza, salud y pensiones pero para salvarlos de la bancarrota y mantenerlos. Por otra parte, y sin embargo, las organizaciones políticas que generalizaron el estado de bienestar en los países europeos han ido agostándose hasta casi desaparecer o desaparecer del todo. ¿Dónde está el Partido Socialista Italiano? ¿Qué se ha hecho del Partido Socialista Francés? El SPD se ve reducido al papel poco agradecido de miembro menor de una coalición con la Democracia Cristiana. El nacionalismo desplaza a la socialdemocracia en Austria y en los antiguos feudos de la URSS. El PSOE y el laborismo inglés abandonan el centro y buscan votantes en la izquierda con discursos extremistas.

Cierto es que la intervención pública en el mundo del trabajo y el bienestar social es anterior a la aparición de partidos y no digamos Gobiernos socialistas. En el Reino Unido, el trabajo de niños en las fábricas se prohibió en 1834 y el de mujeres y niños en las minas en 1842. El primer creador de un verdadero estado de bienestar fue el muy nacionalista y conservador canciller Bismarck en el Imperio alemán en la década de 1880, cierto es que robándoles la idea a los socialistas. Por dar otro ejemplo, el inicio de la legislación social en España se debe sobre todo a un político conservador, Eduardo Dato, asesinado por unos anarquistas en 1921. Y, aunque sea poco correcto decirlo, los verdaderos creadores de un estado de bienestar socialcapitalista en Europa fueron tres dictadores antisocialistas: Mussolini, Hitler y Franco. En España seguimos viviendo de la herencia social del generalísimo.

Sin embargo, no cabe duda de que la principal fuerza a favor de la creación de un estado del bienestar en los diversos países europeos fue la socialdemocracia. Lo mismo puede decirse de lo ocurrido en los países adelantados de fuera de Europa, donde el socialismo reformista vino representado por el “liberalismo social” del New Deal de Franklin Roosevelt en Estados Unidos, o por el laborismo en Australia y Nueva Zelanda. El ejemplo más claro de la progresiva desviación del liberalismo clásico hacia el social-liberalismo es el del Reino Unido. Los primeros pasos de los británicos para alejarse claramente de la economía del laissez faire los dio en 1909 el ministro de Hacienda del Gobierno social-liberal de Asquith, Lloyd George, con su “Presupuesto de los pobres”. George había viajado a Alemania, donde quedó prendado de las instituciones sociales creadas por Bismarck. Con la misma idea que había guiado los pasos del canciller, quiso robarles las ideas a los laboristas. La Primera Guerra Mundial y la crisis del 29 suspendieron temporalmente el movimiento pero, durante la Segunda, la ilusión de haber luchado por una Nueva Jerusalén dio lugar a un gran vuelco en la opinión de los británicos. El economista “liberal” lord Beveridge, con las velas henchidas por la doctrina de otro “liberal”, John Maynard Keynes, botó a la mar de la política un Informe (1942) que marcó el rumbo social del Reino Unido hasta las reformas de Margaret Thatcher.

Vale la pena contrastar el milagro económico de la vencida Alemania Federal con el triste desarrollo de la Gran Bretaña de Attlee. Muchas veces he contado la anécdota del enfrentamiento de Erhard, encargado de la economía en las zonas de ocupación de lengua inglesa, con el general americano Clark. En un fin de semana de 1948, Erhard, un ordoliberal miembro de la Mont Pelerin Society, suprimió los controles de precios y el racionamiento, y creó el Deutschemark (política que luego continuó con reducciones de impuestos y la privatización de empresas intervenidas). El general Clark, de vuelta de su fin de semana, le espetó: “Mis asesores me dicen que sus medidas son profundamente equivocadas”. Contestó Erhard: “Lo mismo me dicen los míos”. En cambio, Attlee mantuvo la cartilla de racionamiento; nacionalizó el acero, el carbón y los ferrocarriles; creó el Servicio Nacional de Salud, y subió los impuestos.

Los economistas polacos Balcerowicz y Radzikowski acaban de publicar un magnífico trabajo en el Cato Journal (vol. 38, nº 1) sobre los estados de bienestar en el mundo, pues este tipo de política social se ha convertido en una verdadera epidemia en nuestro planeta. Una de las formas de proponer correcciones de los estados de bienestar de las distintas regiones es usar la categoría más amplia de “sistemas de bienestar”. En efecto, las políticas sociales difieren regionalmente más de lo que suele decirse y ello permite un método de estudio que a los economistas nos atrae: el método de variaciones o de comparación de resultados de situaciones iniciales diversas. El hablar del “estado de bienestar” esconde esta varianza con un velo de utopismo idealista. Todas esas políticas sociales buscan cubrir a los individuos de riesgos extremos, como son la pobreza, la enfermedad y los accidentes. Pero en las distintas partes del mundo las formas de esa cobertura difieren y pueden concretarse en instituciones familiares, cooperativas, religiosas, estatales. El decir “estado de bienestar” tiende a esconder las diferencias de diseño y tamaño que facilitan o dificultan la corrección de problemas emergentes.

El panorama descrito por los dos economistas polacos muestra gran variación y no se correlaciona con lo avanzado de las respectivas economías. Por lo que se refiere a la comparación entre la proporción del gasto social en relación con eñ PIB per cápita, se encuentran entre los países más extremos no solo los escandinavos, sino también Holanda, Bélgica, Austria, Alemania… y España. En cambio, han sabido contener el dispendio social no solo Hong Kong y Singapur, sino también Chile y China. En economías de todo tipo las hay que han caído en la trampa de combinar generosos sistemas sociales financiados en última instancia con deuda y, lo que es más grave, aún con una tasa creciente de envejecimiento de la población. El caso más extremo es el de Japón, con una deuda equivalente al 250% del PIB, pero los países europeos no andan tan a la zaga como podría pensarse: por ejemplo, España, con un porcentaje del 65% de población trabajadora sobre población total, y una deuda pública equivalente al PIB.

La tarea de reformar y mejorar los sistemas (no los estados) de bienestar no será fácil si no somos capaces de señalar injusticias, como la discriminación de los jóvenes con las pensiones estatales de reparto y el abuso de la medicina gratuita por los hipocondríacos. También hay una batalla ideológica que librar. Los defensores de los sistemas estatales de bienestar son orwellianos en su deformación del lenguaje y sus conceptos. Así, los anticapitalistas confunden intencionadamente la lucha contra la pobreza con la lucha contra la desigualdad, cuando la productividad del libre mercado es la mejor garantía de mejora del bienestar de los pueblos. Los conservadores de toda laya y condición buscan disimular sus privilegios, sean estos los de sindicatos empeñados en la transmisión por herencia de los puestos de trabajo en las empresas públicas, o los de productores preocupados por la competencia de bienes y servicios buenos y baratos del Tercer Mundo, hablando de los derechos de los trabajadores o del interés nacional. Por fin, es necesario desenmascarar a los burócratas que intentan corregir los efectos de sus equivocadas intervenciones en los mercados de trabajo y mercados financieros con crudas políticas keynesianas o con la emisión sin límite de deuda y dinero.

Esta es la tergiversación en la que están empeñados los socialistas de todos los partidos. El público se está dando cuenta del engaño. Quizás baste con un leve soplo para desbaratar el castillo de naipes del estado de bienestar.

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