La revolución de la macroeconomía
19 de julio de 2018
Por admin

En el siglo XIX dominaba, en el mundo de la economía y la política, la idea de que el libre mercado y un sector público reducido constituían la mejor fórmula para conseguir la prosperidad. Pero en el XX, sobre todo tras la Gran Depresión de los años treinta, tal principio fue puesto en cuestión y el Estado pasó a ser protagonista indiscutible de la vida económica. Uno de los intelectuales que más influyeron en esta transformación fue, sin duda, John Maynard Keynes, quien intentó reformar la teoría económica de su época en diversas obras, pero especialmente en su libro Teoría general del empleo, el interés y el dinero, publicado en 1936 y escrito en los años de la depresión.

Keynes había nacido en Cambridge el año 1883, en un ambiente de alto nivel intelectual, ya que su padre, John Neville Keynes, además de economista destacado, fue profesor y alto funcionario en aquella universidad. No es sorprendente, por tanto, que la vida de su hijo estuviera estrechamente ligada a Cambridge. Pero su biografía y su obra fue mucho más compleja que la de un profesor universitario estándar. Hombre de negocios, asesor de gobiernos, escritor de éxito y mecenas de las artes; fue una figura muy destacada de la sociedad británica hasta su fallecimiento el año 1946, cuando era uno de los protagonistas de las negociaciones para diseñar el nuevo orden económico mundial una vez acabada la Segunda Guerra mundial.

Un término muy utilizado en la historia del pensamiento económico es revolución keynesiana. Pero, ¿fue Keynes un revolucionario? Una cuestión que ha interesado mucho a los economistas -y que, en algún momento llegó a constituir un tema relevante en la literatura macroeconómica- es la relación entre Keynes y el pensamiento de los economistas clásicos ingleses, especialmente el de su maestro Alfred Marshall. En muchas interpretaciones de la historia de las ideas, Keynes aparece como el protagonista de una auténtica revolución científica, que dejaba a un lado la tradición clásica para construir un modelo alternativo.

Éste es, sin duda, el mensaje del curioso -y brevísimo- capítulo primero de la Teoría General, en el que su autor divide prácticamente, a los economistas en dos grupos, uno integrado por cuantos defendían la vieja teoría -equivocada, naturalmente- y el otro constituido por el propio Keynes. Y es cierto que el enfrentamiento con el pensamiento ortodoxo se acentuó en los años posteriores en las obras de sus discípulos y seguidores.

De acuerdo con esta interpretación, con la Teoría general no sólo surgía un nuevo modelo, en el que el análisis de los clásicos tenía sentido solamente en situaciones específicas de equilibrio macroeconómico y pleno empleo de los recursos productivos; parecía nacer también una visión distinta de la política económica, en la que el equilibrio presupuestario y la política monetaria ortodoxa quedaban arrumbados en el baúl de los recuerdos y se otorgaba al Estado el papel de protagonista de la gestión de la actividad económica. Las reglas a las que se suponía que debían someterse los gobiernos y los bancos centrales eran abandonadas y sustituidas por una amplia discrecionalidad que sería utilizada por las élites gobernantes para orientar la economía por el buen camino, evitando las depresiones y garantizando el pleno empleo.

Pero parece que, en sus últimos años, Keynes no dudó en llamar la atención sobre la relevancia de muchas de las ideas económicas anteriores a su obra, llegando a afirmar que era preciso «recordar a los economistas contemporáneos que las enseñanzas de los clásicos contenían verdades de gran importancia, que somos culpables de haber olvidado porque las asociamos con otras ideas que sólo podemos aceptar con muchas matizaciones». Y más llamativas aún son las palabras con las que Hayek cerraba su reseña del libro Vida de John Maynard Keynes de Roy Harrod. Recordaba Hayek una conversación, que tuvo lugar en 1946, en la que él mismo le había preguntado a Keynes si no estaba preocupado por la interpretación radical que algunos de sus discípulos estaban haciendo de sus teorías. La respuesta de Keynes define al personaje. No se preocupe, fue su contestación. Y añadió que, si las cosas evolucionaran realmente de tal forma, volvería a entrar en escena para orientar de nuevo a la opinión pública; pero esta vez en sentido contrario. Sin embargo -concluía Hayek- tres meses después Keynes había muerto.

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